«Tenemos la posibilidad de cambiar el mundo. Algún día los hombres despertarán de su error y rezarán al verdadero dios.»

«La incursión en el monasterio de Neroga le había parecido emocionante. ¡Muy emocionante! Y, lo más importante: había sido fructífera. ¡Habían encontrado una pista más de su búsqueda: el plano de la Cueva Subterránea! ¡Ya se sentía más cerca de encontrar a ese misterioso Domork, el guardián del paraíso terrenal llamado el Descanso, o al olvidado dios Aretsán! ¿Quién le iba a decir a él, el joven escribiente popular de Isandor, que iba a dejar su segura, apacible y profundamente aburrida vida para lanzarse a la aventura? ¡Y qué aventura! Primero, aquella misteriosa carta que había llegado a sus manos. Después, el descubrimiento del Canto de Domork en aquella casa destruida, en Helm, que los llevó a planear la entrada en el monasterio, donde habían dado con ese mágico documento que ahora guardaba Ansp…

Todas estas experiencias bien podrían rivalizar con los relatos de gestas heroicas que atesoraba en su biblioteca personal, en Isandor. ¡Solo que esta era real! ¡Y él era el que la había iniciado! Se sentía íntimamente feliz. Él, que siempre había leído aquellas hazañas y leyendas deseando protagonizar alguna, algún día. ¡Y estaba sucediendo!

A decir verdad, le hubiese gustado poder enfrentarse a uno de los monjes en un verdadero duelo a espadas. Sentir lo que era una auténtica lucha. Observó, pendida de su cinto, su espada ligera, de empuñadura cruzada por dos cabezas de dragón de reflejos dorados, regalo de un tío suyo. Recordó una vez más sus palabras, el día que se la entregó:

—Llegará un día en que los hombres ya no lucharán entre ellos y las armas serán guardadas bajo llave. Pero mientras no llegue ese día, esta espada será tu protectora y amiga. Dedícale tiempo y conócela, cada día un poco más, y como ocurre con un amigo, cuanto más la conozcas, más sabrás lo que puedes esperar de ella y lo que nunca has de pedirle.

Le inició en su uso, y en su memoria guardaría para siempre con cariño las tardes que compartieron golpeando sus aceros. No fueron muchas, porque poco tiempo después su tío murió atravesado por la espada de otro hombre, algo demasiado habitual en aquel mundo tan falto de bondad y humanidad.

Privado de maestro, Quelbos aprovechaba horas sueltas para practicar en solitario lo que su tío le pudo inculcar. Y no se autoengañaba con quiméricos sueños de fama como espadachín, pues no destacaba por ser fuerte ni rápido. Tan nervioso como delgado, a sus veintiún años se definía más como un filósofo y literato en ciernes, aunque de mente inquieta, su imaginación siempre ocupada con viajes, con aventuras, con emociones… y con Arcris, aquella muchacha pelirroja, de ojos tan azules como el lago de Riada, de la que se enamoró en el mismo momento en que la vio, en el parador de Helm, cuando se plantó junto a la mesa que ocupaban él y los guerreros y les preguntó: «¿Qué deseáis?». Él, pudoroso, no contestó lo primero que le vino a la cabeza… Invadido por el rubor, simplemente pidió una cerveza.»