Este relato tiene lugar en paralelo a la acción narrada en «Los Buscadores» («La luz perdida-1»), aunque sus personajes no aparecen en la obra principal, ni lo que les sucede tiene consecuencias en la misma. Es importante señalar, eso sí, que algunas escenas a continuación resultan algo duras, lo que aviso por si tu sensibilidad puede verse herida.

[Imagen: LoggaWiggler, Pixabay]

—¿Papá?

El humo y las cenizas se colaron entre sus labios y la tos le impidió decir nada más. Incapaz de abrir los ojos, y protegiendo al cachorro contra su pecho, alargó un brazo para tantear a su alrededor. Asió una madera en brasas y el dolor lo azotó como un látigo.

—¡Aaah!

Se encogió sobre sí mismo, sollozando y casi estrujando a su perrito. ¿Dónde estaba papá? ¿Por qué había fuego por todas partes?

—¡Eh, chico! ¡Por aquí! ¡Ven, sigue mi voz!

Su padre siempre le decía que no fuese con desconocidos. Pero tenía miedo y no veía nada, por lo que decidió hacer caso a aquel extraño de voz áspera. Gateó, evitando los puntos más crepitantes y de mayor calor. Notó que lo agarraban por el hombro de la camisa y lo alzaban del suelo.

—¡Vaya! —dijo el hombre—. ¿Y cómo te has librado tú de este infierno, enano?

El pequeño intentó abrir los ojos, pero le picaban demasiado.

—¿Dónde está mi papá? —rogó, entre lágrimas, mientras trataba de mantener al cachorro oculto en su regazo.

—Está muerto —dijo el hombre sin un atisbo de tacto—. Todos están muertos. La ciudad ha sido arrasada por los norteños, Kalyrs los maldiga.

El niño rompió a llorar. El desconocido soltó un bufido y lo llevó en volandas lejos de las ruinas ardientes, zarandeándolo con cada paso, sin más cuidado que el que dedicaría a un saco de forraje. No tardó en dejarlo caer sobre la nieve, casi tan ardiente como aquella madera que le había quemado la mano, y la pequeña cabeza de rizos rubios, teñidos de carbón, se hundió con un sonido amortiguado.

La voz rasgada sonó impaciente y autoritaria.

—Límpiate la cara. Así podrás abrir los ojos. Y deja de esconder a ese chucho como si no me hubiera dado cuenta.

—Eres malo… —protestó, mientras empujaba algo de nieve hacia su cara con el dorso de la mano herida.

—¡Ja! ¡Ni te lo imaginas!

Entreabrió los ojos, azules y enrojecidos, y observó al hombre con la cabeza encogida. Tenía el pelo muy corto, iba mal afeitado, sonreía de una forma fea, como si pensara golpearle al menor descuido, y sus dientes estaban sucios. Vestía cota de cuero sobre una camisola de mangas anchas, de color verde manzana, manchada de hollín, y las empuñaduras de al menos media docena de cuchillos asomaban de debajo del pecho y por la cintura.

—¿Cómo te llamas, chico?

—Niron —respondió con un hilo de voz y la vista todavía puesta en todos aquellos puñales.

—Niron, ajá.

El crío alzó su mirada al rostro del hombre. Su expresión era la misma que la de Jaro, uno de los chicos de la escuela, uno de los mayores, el abusón… Niron no sabía qué debía hacer. ¿De verdad su padre estaba muerto? Miró hacia la que había sido su casa, convertida en una hoguera que contrastaba con la oscuridad de la noche e iluminaba el manto blanco de la gran nevada. Las casas de los vecinos también estaban destruidas. Si se esforzaba, entre las llamas distinguía personas tumbadas en el suelo, inmóviles, convertidas en bultos sin forma, negros y humeantes. ¿Aquella de allá era la buena señora Guinás, la que cocinaba esos pasteles y bollos que a veces daba a su padre en pago por alguna de las piezas de madera que él fabricaba o labraba?

Se estremeció y rompió a llorar de nuevo. El hombre le dio un bofetón.

—Basta ya, chaval. Se acabó el llanto. Compórtate como un hombre, por Kalyrs. Te toca decidir qué quieres hacer. Quedarte aquí y morir como tu padre, o venirte conmigo. Pero si vienes, tendrás que portarte.

Niron clavó su mirada en él sin decir nada, incapaz de hablar ni decidir.

—¿Tienes frío?

Asintió.

—Pues espabila; busca algo que te valga de algún muerto y vuelve rápido. Me voy en cuanto cuente hasta cien.

¿Robarle su ropa a un muerto? ¿Lo decía en serio?

—Uno… dos… tres…

Niron se alejó con premura. No le gustaba la idea de seguir a aquel hombre horrible, pero le aterraba la perspectiva de quedarse solo. Se internó entre las casas, manteniéndose lejos de las humaredas que tanto escocían los ojos.

Volvió al rato, envuelto en una capa forrada de piel de conejo, algo manchada de sangre y quemada en una esquina. El hombre había desaparecido.

—¡Señor! —lo llamó—. ¡Señor! ¿Dónde está?

—¡Chaval, llegas tarde! —sonó su voz desde el otro lado del montículo—. ¡Ya me iba!

Niron se abrió paso por la nieve con la respiración acelerada. Pronto alcanzó al hombre.

—¿Dónde vamos? —le preguntó, sin aliento.

—Lejos de aquí. Dacosta es un cementerio. Cualquier otro sitio será mejor.

—Tengo hambre. Y estoy cansado.

—Bien. Eso significa que estás vivo. Lo que te distingue de tus vecinos.

El chico aguantó las ganas de llorar. No quería recibir otro bofetón. Aunque insistió en su queja.

—Pero tengo hambre. Quiero comer.

—Comerás cuando te lo ganes.

—¿Cuando me lo gane?

—Si viajas conmigo, seguirás mis reglas. ¿Sabes quién soy, chico? ¿A qué me dedico?

Negó con energía. El hombre lo contempló unos segundos, y a Niron le pareció que era capaz de ver a través de la capa, incluso a través de su piel y de su corazón.

—Lo sabrás pronto.

 

Siguieron el curso apenas visible de la carretera a través de la nieve. Perdieron de vista las llamas, y más tarde quedó también atrás el olor a quemado de la ciudad y de sus habitantes. Pero no se detuvieron hasta varias horas después, cuando divisaron un bosque.

—Espera aquí —ordenó el hombre, al llegar al pie de los primeros árboles—, voy a echar un vistazo. Te aconsejo quedarte quieto y en silencio; tal vez haya algún lobo hambriento deseoso de llenarse la panza con un muchacho llorica.

Se alejó en la oscuridad y Niron se quedó encogido con la espalda contra un roble. Le dolían los pies, el frío se le había metido dentro del cuerpo y los dientes golpeaban unos con otros sin que pudiera evitarlo. Del interior de la capa sacó al cachorro.

—No tengas miedo, Pim —le susurró—. Papá dice que los lobos no bajan de las Grandes Montañas. Ese hombre malo lo dice para asustarnos. Pero no nos asustaremos, ¿verdad?

El perrito le lamió la mano herida por toda respuesta. También él temblaba, así que Niron lo devolvió al abrigo de la capa y el calor de su cuerpo.

El hombre regresó al rato con algo entre las manos, cerradas ante sí.

—¡Mira lo que he encontrado, chico!

Las separó un poco y entre ellas asomó un polluelo, la cría de alguna ave hallada en un nido del bosque.

—¡Un pajarito! ¡Qué pequeño es! ¿Puedo quedármelo?

—Claro, es para ti —dijo, entregándoselo—. Así podrás ganarte tu cena.

—¿Mi cena?

—Tengo un queso de cabra estupendo, te encantará. Pan de cebada. Uvas tardías. Incluso dulce de melaza. Lo compartiré contigo. A cambio de ese pajarillo.

Niron contempló el polluelo entristecido. Pero le rugía el estómago. Alargó las manos hacia el hombre.

—Toma.

—¿Qué haces? ¡No quiero ese bicho para nada, chaval!

Niron ladeó la cabeza, sin comprender.

—Compartiré mi cena contigo cuando mates a ese pollo.

—¿Qué?

—Ya lo has oído. Mira. —Abrió la bolsa que colgaba en bandolera y extrajo un pedazo de queso envuelto en un trozo de piel—. ¿A que tiene buena pinta? Va, mata a ese pájaro y te doy la mitad.

—¡No!

—Ya sé que cuesta. La primera vez, sobre todo. Mira, esto te ayudará.

Extrajo una piedra de su bolsillo, grande como su mano, plana y rugosa. Se la tendió.

—Si lo haces rápido te resultará más fácil. Si lo piensas mucho, no lo harás.

—¡No pienso hacerlo!

—Claro que sí. Porque si no lo haces, no podrás comer y te morirás.

—¡Eres muy malo!

—¡Sí, ya te lo he dicho! Y también que tendrías que seguir mis reglas si querías venir conmigo, ¿recuerdas? —Rio con aquella voz áspera, y a continuación abrió mucho los ojos y se puso serio—. Pero ¡vaya!, no te obligo a venir. Vuélvete si quieres. Vuelve a tu casa y apáñatelas por tu cuenta. Yo me voy ahí, a comer mi parte. ¡Estoy hambriento!

—¡Por favor…!

Pero el hombre no se detuvo a escuchar sus ruegos. Se alejó, como si Niron no estuviera allí, y se sentó al pie de otro árbol. Se llevó un trozo de queso y un pedazo de pan a la boca y emitió un sonido de aprobación exagerado.

—¡Mmm! Oh, Kalyrs, quién sabe por qué nos enviste esta nevada, copiosa, imprevista y devastadora como ninguna otra antes. Ni por qué esta noche es tan fría que mueren los niños sin remedio. Pero que no nos hayas quitado un queso como este me demuestra que eres magnánimo con tus siervos. ¡Qué delicia!

Niron se volvió para evitar la mirada del hombre y ocultó el polluelo en el interior de la capa. Luego tomó la piedra y, aguantando el dolor, la frotó contra la quemadura de su mano, abriendo la herida y tiñendo la superficie de rojo. Luego corrió junto al hombre.

—¡Ya está!

Él lo miró, sin dejar de masticar.

—No trates de engañarme, chico.

—No te engaño. Mira. —Y le mostró la piedra manchada de sangre.

El hombre sonrió.

—Creo que he escogido bien —dijo—. Eres valiente. Aguantas una caminata y eres capaz de reabrirte una herida sin chillar. Y con ¿cuántos?; ¿cinco años? ¿Seis? Serás un buen asesino.

—¿Asesino? ¡Yo no quiero ser un asesino!

—Tal vez no lo planeaste, pero ese es tu destino. Has sobrevivido a la matanza de tu ciudad y yo te he encontrado. Has desvestido a un muerto para quedarte con su capa. Apuesto a que lo conocías, pero eso no te ha frenado. Y ahora —añadió, forzando que su aliento, cargado del olor del queso, envolviese a Niron—, como sabes que es la única forma de poder llenarte el estómago, matarás a ese polluelo. Va, no lo pienses. Ya sabes; si lo haces rápido, será más fácil.

—Pero si ya lo he matado… Mira esta sangre —insistió.

—Lo oigo piar bajo tu capa, chaval. Además, no he oído el chasquido que hace un cuerpo como ese al ser aplastado. Y tengo el oído muy fino. Recuerda que pude oír tu llanto entre las llamas. Ahora vete y haz lo que debes.

Niron se alejó, temblando de rabia y tristeza. Se quedó arrodillado en la nieve, sollozando, negando con la cabeza. Luego alzó la piedra, la sostuvo en alto unos segundos y, por fin, la abatió sobre el polluelo.

—¡Bravo! —gritó el hombre—. ¡Bien hecho! ¡Ahora ven con tu amigo Dayn y prueba este queso! ¡Te lo has ganado!

Dayn le explicó que ese no era su nombre de nacimiento. El que tuvo en sus primeros años, antes de iniciarse como asesino, quedó atrás, olvidado por todos.

—¡Pero yo no quiero ser un asesino! —protestó de nuevo Niron—. ¡No quiero matar a nadie!

—Y yo hubiese querido ser rico y poderoso, chaval. Pero la vida te impone los caminos a seguir y tú debes sacar el máximo provecho. Estabas solo, el único superviviente de un exterminio, justo cuando un asesino en busca de aprendiz pasaba por ahí. Chico, Kalyrs ha decidido por ti, igual que decide quién le servirá como monje o como guerrero. Cuanto antes lo aceptes, antes empezarás a hacer fortuna. ¿Te gustaría tener mucho dinero? Eso te permitiría comprar todo lo que quieras…

Niron se encogió de hombros. Dayn entendió el gesto como una respuesta afirmativa.

—En su sabiduría, nuestro dios Kalyrs permite que usemos la cabeza para lograr todo aquello que nos plazca. Quiere que seamos fieros, bravos, que le honremos con la espada, el puñal o lo que se nos dé mejor. «Valor, fuerza y fe», seguro que lo habrás aprendido en la escuela, ¿verdad?

Esta vez Niron asintió con energía; todos los niños aprendían los valores de la religión de Kalyrs desde muy pequeños, por boca de los monjes. Dayn continuó, sin mirar ya al crío, como si hablase para sí mismo.

—Es un mundo duro, chaval. Al morir, seremos juzgados por las vidas que nos hayamos cobrado de forma honrada. Y por «honrada» quieren decir en guerra contra los herejes del norte —escupió a un lado con gesto despectivo—, en un duelo sin demasiadas trampas, en defensa de tus bienes o tu buen nombre —rio al pronunciar esta palabra—… o por contratos serios, como es el caso que nos ocupa.

Hizo una pausa, mientras se llevaba algo de vino a la boca. Lo saboreó con los ojos entrecerrados fijos en la oscuridad.

—Kalyrs sabe que me debe un lugar preferente a su lado. Oh, sí… un buen sillón, de buena madera, alto y cómodo. Me lo he ganado. Y seguiré haciéndolo, claro.

—¿Cuál es tu nombre de verdad?

Dayn lo miró como si le extrañara su presencia.

—¿Mi nombre de verdad?

—Antes has dicho que en realidad no te llamas Dayn.

—Sí, ya lo creo que me llamo Dayn. Ese es mi nombre desde hace mucho tiempo. Mucho tiempo.

—¿Por qué te lo cambiaste? ¿Por qué no usas tu nombre de verdad?

—Entiende bien esto, chico. Dayn es mi nombre de verdad, como dices tú. El otro, el que me puso mi padre al nacer, se lo devolví el día que lo maté.

Niron se quedó con la boca abierta.

—¿Mataste a tu padre?

—Sí.

Durante unos segundos solo se oyó la brisa de la noche, hasta que el pequeño reunió el valor para hablar de nuevo.

—¿Por qué?

—Fue mi prueba. Todo buen asesino debe probar su valía. Demostrar que no hay nadie a quien no le arrancará la vida. ¿Has oído hablar de Silamo de Naditris?

Niron negó en silencio.

—Tampoco es su nombre de nacimiento, claro está. Usa otros, según le conviene. Pero su fama va asociada a ese: Silamo de Naditris. En su prueba asesinó a su prometida, y a los padres de la chica. Pero no les dio una muerte rápida, qué va. A la chica la destrozó por dentro, en todos los sentidos; primero, con la traición del amor, que por sí misma es una herida profunda, que puede matar poco a poco; después, entre sus piernas, salvajemente, como hacen los soldados de Xokram, ¿sabes? —miró al chico, sacudió la cabeza y chasqueó con la lengua—. No, qué vas a saber tú de eso. Pero ya lo harás. En fin, cuando la muchacha estaba más muerta que viva, entonces la degolló. La dejó desangrarse junto al arroyo que regaba los campos de su familia. El mismo junto al que se habían prometido una vida de eterno amor. El propio Silamo cuenta que fijó bien la vista en el agua para no olvidar nunca cómo se teñía de rojo con la savia que hasta ese momento daba vida a su amada.

Niron abrazó al cachorro con más fuerza, como si el animalillo pudiera entender aquel relato y estremecerse como lo hacía él.

—A los padres los encerró en la casa y le caló fuego. Dio unos pasos atrás y se quedó de pie, de cara a ellos, viendo cómo ardían y gritaban en el piso superior. Puedo ver cómo fue aquello sin haber estado allí. Seguro que enrojecieron, se inflaron y reventaron como chorizos en una parrilla. Y no debían de oler diferente.

Niron rompió a llorar de nuevo.

—Yo he aprendido mucho de Silamo. Es un buen amigo mío, algún día lo conocerás. Sí —sonrió, con sus pupilas clavadas en la cara húmeda de su pupilo—, solo Silamo merece un sitio mejor que el mío en el reino de Kalyrs. Se lo ha ganado.

—La gente se cree que los asesinos disfrutamos de la sangre. Pero descubrirás que, como con muchas otras cosas, se equivoca. La gente tiende a inventarse lo que no conoce de primera mano.

Dayn y Niron se abrían paso entre arbustos blancos y helados, en lo que el niño esperaba que fuera un rumbo definido y consciente. Se sentía cansado, y el frío le dolía en los huesos. Pero, por encima de todo, estaba preocupado. Pim temblaba más que él y no había comido nada desde la noche anterior. Mantenía los ojos cerrados la mayor parte del tiempo y permanecía quieto, hecho una bola. De vez en cuando lanzaba un suspiro nasal profundo, lo que dejaba a Niron aliviado y angustiado a un tiempo.

—En realidad —seguía diciendo Dayn—, disfrutamos de lo mismo que cualquier hijo de vecino. ¿Cómo dice la canción? «La comida, la bebida y tu dulce compañía». Pero ya sabes; todo eso lo procura el dinero. Y el dinero lo da el trabajo. Lo que nos lleva a lo más importante para un asesino: el trabajo bien hecho.

Niron se agachó para evitar el latigazo de una rama baja tras el paso de Dayn y, bajo su manto de piel, Pim emitió un gemido.

—¿Qué es el trabajo bien hecho, te preguntarás? Pues muy sencillo. Es cumplir exactamente con lo que desea tu cliente. Ni más ni menos. Puede pedirnos una muerte lenta, dolorosa, una agonía que la víctima experimente con plena conciencia y que sepa, además, quién se la propicia. O una rápida y discreta, incluso sin dejar rastro, como si esa víctima desapareciera tragada por la tierra. O vistosa, escandalosa, para dar ejemplo y alejar a los indeseables. O que parezca un accidente… En este último caso, olvídate de las armas y echa mano de la astucia.

—Señor Dayn…

—¿Señor Dayn? —El hombre se volvió con la frente arrugada—. ¡Por favor, qué raro suena eso! Llámame Dayn a secas. Ni los taberneros me llaman señor.

—Pim está enfermo…

—¿Tu chucho? Sí, tiene mal aspecto. Creo que no llegará vivo a mañana.

—¡No diga eso! ¡Hay que curarlo!

—¿Sabes tú cómo hacerlo?

El pequeño negó con abatimiento. Dayn sacudió la cabeza y miró al cielo oscuro.

—Ay, Kalyrs, seguro que disfrutas con todo esto. Yo, aquí, instruyendo a mi pupilo sobre la muerte y él pidiéndome que salve la vida de su perro. A mí, a un asesino.

Niron lo contemplaba con los ojos húmedos y la garganta bloqueada.

—¿De verdad esperas que yo pueda salvarle la vida?

El pequeño bajó la cabeza con lentitud y sus ojos bucearon entre el manto de piel y su jubón.

—Si lo salva, quizás se convierta en un perro fuerte. Un perro asesino…

Dayn estalló en una fuerte carcajada.

—¡Esta sí que es buena! —exclamó, cuando la risa le dio un respiro—. ¡Un perro asesino! Chaval, me queda claro que sabes usar la mollera. Te servirá para negociar. Ya lo creo. Y para más cosas. Anda —se volvió de nuevo y echó a andar—, sigamos. Aprovecha el calor que te da ese condenado mientras dure, que será poco, ya te digo.

—Lo único seguro en esta vida es que moriremos. La forma en que sucederá es harina de otro costal. Salvo, claro está, para nuestras víctimas, cuando nosotros entramos en juego y hacemos bien el trabajo. Y lo hacemos bien, por supuesto. Porque nuestro prestigio va en ello, tanto el propio, el individual, como el colectivo, el de todos los que nos ganamos la vida quitando la de otros.

Niron apenas atendía a lo que decía Dayn. Y las lágrimas en los ojos emborronaban la visión del cuerpo inmóvil de Pim, en un hoyo en la nieve, a sus pies.

—Nadie nos preguntó si queríamos venir a la vida, ni nadie nos pregunta si queremos dejarla. No importa que viniéramos al mundo por mano de otros, fuera por un apareamiento azaroso e impulsivo o por un deseo calculado y buscado. No, no importa; nos aferramos a la vida sin pensarlo, tanto las personas como los perros. Pero, al final, todos, sin excepción, acabamos en el hoyo. Ese es nuestro destino. Pobres, ricos, mendigos o poderosos, el hoyo y la tierra fría nos espera.

El pequeño sintió una punzada en el pecho y sollozó entre hipidos. Dayn apoyó el pie junto al montón de nieve, preparado para empujarla sobre el humilde nicho de Pim.

—¿Seguro que no quieres que lo cocine? No abundan los conejos por aquí…

Niron se llevó las manos al rostro y ya no disimuló su desolación. Dayn se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, torciendo la boca y echando la nieve al agujero con cuatro movimientos de pie—. No me lamentaré más de lo imprescindible; a fin de cuentas, iba a ser un estofado escaso. Listo. Y ahora sigamos; quiero llegar a Ardas cuanto antes. Me queda poco vino y está más frío que ese perrucho tuyo. Vamos.

—Y ahora —susurró Dayn—, no quiero oír una sola palabra. Ni un suspiro. Y si respiras fuerte, ni siquiera respires, ¿entendido?

Niron asintió, encogido, mientras desfilaban entre las casas, pegados a la pared más apartada de las luces. Se esforzó en pisar donde lo hacía Dayn, tal y como este le había enseñado que hacían los asesinos para ocultar su número. Se movían por callejuelas de fachadas descuidadas, con el revoco desprendido aquí y alguna piedra sustraída allá. En su avance sorteaban cajas, toneles y desperdicios, visibles como manchas oscuras en el manto frío y endurecido que lo cubría todo y que a Niron le llegaba por la cintura. En cada esquina, el hombre se asomaba y el pequeño esperaba la señal de detenerse o la de avanzar. Eran el tipo de calles en las que, allá en Dacosta, Niron tenía prohibido adentrarse.

En una de aquellas esquinas, en un cobertizo que se abría a una pequeña plaza, Dayn se detuvo. Señaló algo en el pilar de madera. Niron forzó la vista en la oscuridad y divisó una marca, una especie de lazo de formas cuadradas, pero inacabado; le faltaba un lado, y quien lo había tallado no lo hizo preocupado ni por un resultado bonito ni llamativo. Al contrario, Niron no se habría fijado en aquel grabado de no haberle llamado Dayn la atención hacia él.

El asesino se situó contra la pared, miró en dirección a las casas más allá de la plaza y pareció contar, en silencio. Apretó los labios y entrecerró los ojos, con lo que Niron entendió que había escogido un edificio concreto como destino. Hizo de nuevo aquel gesto con la mano, pero ahora indicando hacia atrás. El pequeño sospechó que atravesar la plaza era exponerse a miradas no deseadas, por más que el pueblo entero pareciera dormido. Recularon, tomaron por una calle transversal y rodearon la plaza desde la distancia.

Llegaron a una casa pequeña, de una sola planta, con una única ventana cerrada con viejos postigos y una puerta sencilla, estrecha, sin pintura ni barniz, pero que tampoco mostraba espacios entre lamas ni huecos en punto alguno contra el marco. Dayn se aseguró de que no había nadie a la vista en la calle y golpeó las contraventanas con los nudillos, en una secuencia tan extraña como suave y breve.

La puerta de la casa se abrió, sin que ninguna luz rompiera la oscuridad, y los dos viajeros entraron.

—¿Venís de lejos, amigos? —preguntó una voz áspera de mujer.

—La sombra que tu paz profana ni es amiga ni es lejana —respondió Dayn.

—Vadea vive.

—Y Vadea mata.

Una luz prendió en una lámpara de aceite y arrojó algo de luz sobre los recién llegados. A continuación, encendieron un candil y varios candelabros. Niron se cubrió los ojos hasta adaptar la vista, y entonces vio que junto a ellos había una mujer mayor, con la cabeza cubierta con un pañuelo a modo de capucha, y un hombre más joven, ambos con sendos cuchillos que guardaron en el cinto.

—Sé bienvenido —le dijo la mujer a Dayn. Señaló al pequeño con la mirada—. ¿Tu aprendiz?

—Sí —dijo el asesino, sin extenderse en más explicaciones.

—Sentaos —invitó la mujer, con la mano que había sostenido el cuchillo extendida ahora hacia un sencillo banco junto a la pared—; tal vez tenga algo de vuestro interés. ¿Con qué nombre he de dirigirme a ti, ejecutor?

—Dayn.

—Bien, Dayn. Ya sabes cómo va esto. Así que tengo que preguntarte…

—Trabajo cumplido —la cortó él—. Sin cabos sueltos, sin nada que reseñar. No hay temas pendientes. El cliente estará satisfecho.

La mujer asintió.

—¿Y de cuánto hablamos?

—Descontando el anticipo, veinte reales de oro.

Ella silbó, con los ojos desorbitados.

—¡Por el alto Kalyrs! ¿De qué se trataba? ¿De acabar con un gobernador?

Dayn se encogió de hombros y sonrió.

—Ya te llegarán las noticias desde Dacosta.

—Claro. En fin, entenderás que no tengo esa suma aquí, pero puedo reunirla antes de acabar la semana.

—Podemos esperar, si ese trabajo que decías también puede esperar.

La mujer sacudió la cabeza.

—No estoy segura. La nieve ha bloqueado el país. Es posible que siga en la ciudad, pero no he podido espiar; creo que sospecha de mí.

—Espiar consiste en vigilar sin ser visto, si me permites el comentario.

—No seas condescendiente conmigo, ejecutor —gruñó ella—. Hablamos de alguien inteligente, hábil y, sobre todo, capaz de saberse bajo vigilancia sin necesidad de ver ni oír a su enemigo.

Dayn se puso rígido de golpe y Niron, por primera vez, vio una sombra de temor en sus ojos.

—¿Un hechicero?

La mujer intercambió una mirada burlona con su compañero, antes de devolver a Dayn un gesto socarrón.

—¿Es algo que no puede acometer quien cobra veinte reales por un trabajo?

—Sospecho quién es el pagador…

—Claro. Incluso tu pupilo sabe quiénes odian más a los magos, ¿verdad? —preguntó a Niron.

El pequeño se encogió aún más en el banco y lanzó una súplica a Dayn con los ojos temblorosos. El hombre le devolvió un gesto ahora grave, casi inescrutable, aunque Niron creyó leer en esos labios apretados y los ojos apenas iluminados por los candelabros una muda comprobación de su apuesta por él. No se detuvo a pensar la razón, pero de pronto no quería decepcionarle.

—¿Los… monjes?

—Bravo —reconoció la mujer, sin elevar la voz ni variar su tono—. Es bueno que sepas usar la cabeza y la lengua pese a temblar como una hoja de haya al final del otoño. Puede que llegues a ganarte la vida tan bien como tu maestro. —Se volvió hacia Dayn y preguntó—: ¿Te hace, entonces?

—¿De cuánto hablamos?

—Diez reales. Doce, si además das con un libro o breviario de hechizos. Pero eso lo pagaría yo.

—¿Te interesa la hechicería? —Dayn alzó una ceja.

—No preguntes lo que no debes, ni saques conclusiones sin base alguna. Y contesta; ¿te hace?

—Me hace. Dame los datos que tengas de ese infeliz.

Esa infeliz.

—¿Una mujer?

—Una mujer hechicera.

Dayn se rascó la barbilla sin afeitar y sonrió. El dios Kalyrs consideraba a la mujer un ser inferior que desviaba al hombre de la senda del valor, la fuerza y la fe. Y si la hechicería era un poder incómodo para los religiosos, la existencia de aquella mujer era doblemente ofensiva.

—No ha sido por azar que llegáramos a esta ciudad. Kalyrs así lo ha querido. Dime lo que sepas.

Ya hacía mucho que Niron permanecía en aquel cobertizo sin osar moverse. La casa de la bruja estaba justo enfrente, al otro lado de la calle, desdibujada por la suciedad del ventanuco en el que estaba apoyado. Con la salida del sol, había algo de movimiento en el exterior. La nieve, el hielo y el frío eran inclementes, pero los habitantes de Ardas se ponían en marcha.

¿Dónde estaba Dayn? ¿Por qué tardaba tanto? ¿Y qué había querido decir con aquella frase tan extraña?

—«Solo la ternura es tan poderosa como la belleza».

Niron tenía más frío que en su viaje a través del llano nevado y el estómago le rugía. Pero si perdía de vista la puerta al otro lado del ventanuco, seguro que la bruja aprovecharía para escapar. Eso, en el supuesto de que aún siguiera dentro.

Algo le hizo volverse.

Dayn estaba ante él. No lo había oído llegar.

—¿Alguna novedad? —dijo, casi en un susurro. Su aliento olía a vino, a carne y hierbas.

—No…

—Bien. —Se sentó, la espalda apoyada contra la pared de madera, de forma que no podía ver la casa al otro lado del ventanuco sucio—. Esperaremos a que haya más gente. Todavía es temprano. Tú sigue vigilando.

Niron lo miró enfadado.

—¿Has comido? Hueles a comida.

—Pues claro que he comido, chaval. Tenía hambre.

—¡Yo también tengo hambre! ¿No has traído comida para mí?

—Que yo sepa, todavía no te has ganado la comida. Hoy tendrás ocasión. Cuando mates a la hechicera, recibirás tus primeras monedas. La parte que te corresponde, claro; al fin y al cabo, estás bajo mi tutela y yo soy el cerebro.

Niron lo miró con miedo.

—¿Yo… matar… a la bruja?

—Lo he pensado con calma. De hecho, gracias a ti he urdido el plan. Como te decía, la ternura es tan seductora como la belleza, y de ella nos serviremos. —Miró hacia Niron con ojos turbios—. te servirás de ella.

—Pero… ¡Yo no sé hacerlo! ¡Tú sí! Y le has dicho a la señora que lo harías tú. Deberías hacerlo tú.

—¿Se te ha secado la sesera, chaval? —gruñó él—. Con la de vino que he bebido me olería nada más plantarme en su puerta. No, no; te toca a ti. Y lo harás bien, ya verás. Te ayudará esto.

El chico se dio cuenta entonces de que el asesino traía consigo un saco de arpillera. Un saco con algo que se agitaba dentro.

—Ah, y hoy recibirás tu primera lección sobre el noble y exquisito arte del envenenamiento —añadió Dayn, con una sonrisa que mostraba sus dientes sucios y desiguales teñidos de rojo en las encías.

—¡Ayuda! —oyó la joven al otro lado de la puerta.

«¿Un niño?»

Se echó una mantilla sobre los hombros y escrutó la callejuela por una ventana para asegurarse de que no había nada peligroso al otro lado. Demasiada gente sabía ya que era algo más que una comadrona. Y el secreto compartido por tantos había llegado a oídos de los monjes. En cualquier momento se presentarían acompañados de un grupo de soldados. Tenía que largarse de la ciudad. Una mochila con lo esencial y un par de botas de viaje descansaban en un rincón. Estaba lista para partir. Solo esperaba las condiciones adecuadas: esa niebla tan propia del invierno que, paradójicamente, había desaparecido desde la gran nevada.

—¡Ayuda, señora! —repitió la aguda voz desde fuera.

Se encaminó a la entrada. Al abrir, halló ante sí un chaval de cabello desordenado, con la cara bañada en sucios lagrimones y que sostenía en sus manos una cría de conejo aquejado de estertores.

—¡Ayúdeme, señora! —pidió el chico, con sus tristísimos ojos azules clavados en los suyos—. ¡Pim se muere!

—¿Un conejo? —exclamó ella—. ¿Qué pretendes que haga yo por él?

—Usted es la única que sabrá cómo curarlo. Todos dicen que va a morirse porque ha comido bayas de trisidea. ¡Pero usted sabe magia! ¡Salve a Pim!

—¿Quién te ha dicho eso de mí, mocoso?

—¡Por favor! ¡Pim se muere!

El gazapo, en efecto, agonizaba. Y la mujer no consideró prudente que aquel niño repitiese la palabra «magia» con tanta gente como había en la calle.

—¡Vaya tonterías dicen de mí! —exclamó, con teatral voz de ofendida—. ¡Yo soy comadrona! ¡Ni siquiera sé de artes curativas! Pero pasa, chico; veremos si hay algo que podamos hacer por tu amigo.

Ya dentro, Niron estudió la habitación con vistazos rápidos y amedrentados. Cubos, palanganas y jofainas, telas, gasas y compresas ocupaban los distintos muebles, y un caldero, con una larga vara de madera asomando del interior, descansaba en el hueco de la chimenea apagada. Una decena de frascos de barro se alineaban sobre la repisa del hogar, con etiquetas imposibles de leer tanto por la escasa luz como por la caligrafía tan burda que presentaban. Seguro que se trataba de pócimas elaboradas a partir de vísceras de muertos. Y también estaba seguro de que, desde algún rincón de aquella penumbra, reptiles demoníacos, monstruos verdes y espíritus errantes vigilaban sus movimientos y esperaban el mínimo despiste para lanzarse sobre él. El hogar de un hechicero, aseguraban los chicos de su ciudad, era una puerta abierta a los infiernos.

—Acércalo aquí, junto a la ventana —dijo la mujer, mientras despejaba una mesa—. ¿Estás seguro de que esas bayas eran de trisidea?

Niron depositó al animalito sobre la mesa con delicadeza y asintió con energía. Luego acercó un taburete y se aupó sobre él, junto a la mujer.

—Lo único que se me ocurre es hacerle beber agua con carbón poroso y provocarle el vómito. ¿Hace cuánto que comió esas bayas?

Niron no contestó. La mujer se dio cuenta de que miraba hacia el techo con los ojos y la boca abiertos, temblando. Elevó también la cabeza para saber qué asustaba al pequeño. Y entonces recibió el corte en el cuello.

—¡Agh! —gimió, con la mano cubriendo el tajo y el sabor de la sangre subiendo por la garganta.

Se apartó veloz, sin perder de vista a su jovencísimo agresor. Este sostenía el cuchillo con indecisión, temblando más que en su actuación anterior. Tuvo por seguro que no estaba acostumbrado a agredir a nadie.

Pero el chico saltó del taburete y corrió hacia ella enarbolando el pequeño filo.

La mujer adelantó su mano izquierda y gritó, con furia y la lengua pastosa:

¡Flaka!

Un estallido de luz cegó a Niron y lo hizo detenerse. Notó un fuerte golpe en el vientre, seguramente una patada de la mujer. Le siguió otro, en el costado, y un tercero, en la pierna con la que trataba de protegerse plegado en forma de ovillo.

—¡Maldito enano! —rugía la mujer, con la voz cambiada y dificultades para pronunciar las palabras—. ¿Quién te envía? ¿Eh? ¡Vas a pagar por esto! Te voy a… ¡Aah!

Niron había movido el cuchillo en dirección a la voz de la mujer, en movimientos de defensa aleatorios y desesperados. Uno de ellos se hundió en la planta del pie, a través de la fina suela del calzado. La mujer trastabilló y cayó al suelo, con las manos ocupadas en ambas heridas. Niron aprovechó la situación. Todavía deslumbrado, encadenó una cuchillada tras otra, hasta que la mujer, superada, se rindió a su trágico fin sobre un charco oscuro, caliente y pegajoso.

Cuando Dayn forzó la puerta y se plantó en el umbral con cara de satisfacción, Niron todavía sostenía el cuchillo en su mano y respiraba con agitación.

Pero ya no lloraba.

La taberna estaba llena de gente, de humo de pipa, de charlas, gritos y discusiones. Dayn empujó el cuenco de estofado hacia Niron y se sirvió él mismo otra ración del puchero.

—¡A comer, compañero! —exclamó, casi cantando—. Has hecho un trabajo estupendo. Un poco burdo, sí, lejos aún de ser elegante. Pero efectivo, ¡qué duda cabe!

Los vapores de la patata y la carne ayudaron al pequeño a reaccionar. Primero, de forma instintiva, empujado por el hambre. Después, alentado por la idea de que esa comida se la había ganado con su esfuerzo, con dolor, superando el miedo y venciendo a una persona mayor y más grande que él. Devoró el contenido y extendió el recipiente vacío hacia su maestro.

—Más —pidió, con aplomo.

—Por supuesto —respondió el otro, complacido ante aquella determinación, y le sirvió una segunda vez—. Puedes estar orgulloso, compañero. ¡Una hechicera, nada menos! ¡Verás cuando se enteren nuestros hermanos! ¡El propio Silamo te aplaudirá! —Se inclinó hacia el pequeño y dijo, a media voz—: Por cierto, dime; una vez cumplido tu primer trabajo, y ahora que sabes que tienes en tu haber cinco reales, ¿sientes que has nacido para esto? ¿Lo notas en tu interior?

Niron se encogió de hombros mientras apuraba el cuenco.

—Sabes usar la cabeza, amigo mío —continuó Dayn—. Has jugado la carta de la ternura con inteligencia. Esa bruja no lo vio venir. Engañar a una hechicera no es fácil, yo lo sé bien, pero para ti fue pan comido. El engaño es un arma valiosísima en nuestro trabajo. Desviar la atención de tu víctima para pillarla desprevenida es media victoria. No siempre serás un crío, pero si sabes cuáles son tus puntos fuertes, tus oportunidades y ventajas, y te vales de ellos con astucia, serás el mejor. ¡El mejor! —repitió, irguiendo la espalda.

Miró hacia otra mesa y señaló al hombre sentado a ella con disimulo.

—Fíjate en ese tipo. ¡Sin que se dé cuenta! Eso es, con discreción. Parece fuerte, ¿verdad? Sí, ya lo creo. Seguro que es capaz de estrangular a un buey con sus manos, o levantar una carreta de dos ejes cargada con rocas. Si nos encargaran su muerte, ¿qué harías?

—Lo seguiría cuando saliera de aquí —respondió Niron, acabada ya su segunda ración.

—Bien. ¿Y después?

—No sé. Depende.

—¿De qué?

—¿Tengo que hacerlo sin que nadie lo vea? ¿O que lo vea mucha gente para que aprendan la lección?

La carcajada y los aplausos de Dayn se oyeron por encima de la algarabía reinante.

—¡Eres el aprendiz soñado, compañero! Te van a llover los encargos. Te harás de oro y no pasarás nunca hambre. Ni frío. ¡Que se prepare el continente entero, que ha llegado Niron, el gran ejecutor!

Niron, ahora saciado y tranquilo, paseó la mirada por la taberna. Observaba a los presentes con ojos nuevos. Se fijaba en su constitución, su actitud, su forma de caminar, la ropa que vestían. Se preguntaba cuál era su ocupación, y cómo se aproximaría a uno u otro si tuviera que matarlos. En general parecían ausentes, entregados a su bebida o perdidos en sus pensamientos. Solo unos pocos, uno o dos, se le antojaban algo despiertos, pendientes —como él— del resto de los clientes y de quienes entraban y salían. ¿Serían también asesinos? ¿O ladrones?

Entonces lo vio, plantado en la puerta, al fondo, con aspecto extenuado, la ropa parcialmente quemada y salpicada de nieve en su mitad inferior, parpadeando para acostumbrarse a la luz del local y a la densa nube de tabaco.

—¿Papá? —dijo Niron, con voz ahogada.

Dayn se volvió hacia la entrada y luego de nuevo hacia su aprendiz.

—¡Es papá! —exclamó el chico, apeándose de su silla.

Pero Dayn lo sujetó del brazo derecho como si su mano fuera un cepo.

—¿Dónde crees que vas, compañero?

—¡Es papá! ¡Es mi papá!

—¿Sabes qué significa eso? Si realmente es tu padre, ni yo ni mis colegas habremos cumplido con el trabajo que nos asignaron.

—¡Déjame! ¡Suéltame!

—Y ya te he hablado de la importancia del trabajo bien hecho, amigo mío. Del prestigio individual y colectivo. Y no solo eso. Dejaría de cobrar esos veinte reales, y los diez de tu gran iniciación de hoy, y me marcarían a mí para morir, ¿sabes? Los asesinos de Vadea no fallan. No existe el error.

—¡Déjame!

—¡Entra en razón, chico! —rugió el asesino—. ¿No lo entiendes? ¡Tu padre está muerto! Ese hombre que va hacia la barra es un muerto que camina. ¿Quieres ir hasta él? Pues que sea para acabar con su vida, como el ejecutor que eres ahora. Pero con discreción, sin montar un número. Que nadie sepa lo que eres. Dime, ¿lo harás? ¿Cumplirás con nuestro cometido?

Niron sintió que la furia llenaba su cuerpo, hinchaba sus venas y presionaba su cerebro bajo el cráneo.

¡Flaka! —gritó, con la mano libre alzada hacia Dayn.

El fogonazo empujó al asesino hacia atrás, contra el respaldo de su silla, y dejó ir al pequeño para protegerse los ojos. Cuando recuperó la visión, la totalidad de los allí reunidos lo contemplaban entre sorpresa, desconfianza, incredulidad y superstición. Él mismo se preguntaba qué había pasado.

¿Y el chico? Él y su padre se habían esfumado.

—Para, Niron, para —rogó su padre, con las rodillas hincadas en el hielo embarrado de la calle—. No puedo más. Estoy muy cansado.

—¡Pero tenemos que alejarnos más! —dijo el niño mientras tiraba de su manga.

—¿Por qué? —le requirió el hombre, incapaz de levantarse—. ¿Quién nos persigue?

—Mi… No puedo decírtelo. ¡Levántate!

—Basta, Niron. Necesito descansar. Lo hemos perdido todo, ¿sabes? No nos queda nada. Ni casa, ni taller, ni dinero, ¡ni ropa! —se lamentó, entre sollozos, y señaló los harapos calcinados que vestía—. Esperaba que el tabernero se apiadara de mí y me permitiera dormir en la cocina, tal vez darme empleo. Pero me dices que no podemos entrar allí. Dime, entonces; ¿qué vamos a hacer? ¿Qué voy a hacer contigo?

Niron quiso decirle que había ganado mucho dinero. Pero Dayn no le había dado su parte. No tenía nada. Salvo el cuchillo con el que había matado a aquella bruja.

—Hijo, haremos lo siguiente. —Su padre posó una mano trémula en su hombro—. Volveremos a la taberna…

—¡No!

—¡Entre toda esa gente no se atreverán a hacernos daño! Hay demasiados testigos. Estaremos bien. Y yo podré pedirle al dueño que nos dé cobijo, y un pedazo de pan.

Sin desviar la mirada, Niron supo que Dayn se hallaba oculto tras una esquina. No había hecho ruido alguno, nada lo había delatado. Pero sabía que estaba ahí.

—Con suerte —continuó hablando su padre—, aunque la gran nevada ha malogrado los campos y causado tanto daño, encontraré algún trabajo. O pediré limosna. Quizás lo pasaremos mal al principio, Niron. Pero saldremos de esta, ya verás. Será una prueba dura, pero la superaremos.

«Una prueba».

Niron alzó un dedo y apuntó hacia un lado, a un callejón sin salida en el que se agolpaban cajas y fardos medio cubiertos por la nieve.

—Antes tenemos que recoger a Pim —susurró—. Está malito. Lo oculté allí.