Años antes de que los Buscadores se lanzasen en pos de Aretsán, la ciudad de Yende vivió un episodio que quedaría en la memoria de sus habitantes por mucho tiempo...

Calideya entregó la bolsa al hombre con una sonrisa:

—Aquí tienes: una mezcla de artemisa, abrótano hembra, salvia y menta. Que lo tome dos veces al día en una infusión, diez días antes de que tenga “la visita”.

El hombre carraspeó, prendado de aquella sonrisa que casi le hizo olvidar el bullicio del mercado a su alrededor.

—Gracias… —balbuceó—. ¿Esto curará sus dolores y mareos?

—Créeme: tu mujer se encontrará mucho mejor.

—Ella no… no es mi mujer, Calideya… Ya lo sabes, si tú quisieras… si tú…

La curandera fingió sorpresa y mudó su sonrisa seductora en una expresión de reproche.

—¡Deén! ¿Qué insinúas? ¿Tal vez pretendes algo conmigo? ¡Seguro que confundo tus intenciones, siendo como eres un hombre comprometido y serio! ¡Y ruego me perdones si, como creo, te he interpretado mal, porque estoy segura de que no quieres que la ciudad entera me vea como una buscona y una impura!

El tal Deén sudó todavía más, mirando a derecha e izquierda, mientras retrocedía.

—No, no, yo no querría eso… Yo solo… En fin, ¡gracias y…! —pensó qué decir, pero no había mucho más que añadir, por lo que se alejó con prisa, alternando muecas de azoramiento y de gratitud.

Calideya sacudió la cabeza y sonrió para sí. La Orden tal vez tuviera razón al aseverar que las mujeres conducen al hombre a la perdición. Pero ella, al menos, tenía sus recursos para evitar esos tropiezos en la recta senda del hombre hacia el Alto Kalyrs. ¡Afortunadamente! Porque la herborista tenía el don de atraer a varias docenas de encendidos admiradores en un día cualquiera de mercado.

Decidió que ya había trabajado suficiente. Y si llegaba pronto a casa, podría preparar algunos remedios para los clientes de aquella tarde. Recogió los distintos cestos y los colocó en la carretilla, en la que también introdujo el taburete, la mesita y la pequeña balanza. Se despidió de otros vendedores y se adentró en las callejuelas de Yende, saludando aquí y allá a las caras familiares con las que se iba cruzando.

Tomó por la calle de la muralla y caminó unos minutos hasta que llegó a su casa, una gran edificación de una sola planta adosada a la alta estructura defensiva de la ciudad.

Estaba girando la llave en la cerradura cuando la voz de un jovenzuelo la saludó desde la esquina.

—Hola, Calideya.

La mujer se giró hacia el muchacho.

—¡Wini! —sonrió—. ¿Qué haces por aquí? ¿Te has escapado de casa?

—No me llames así —protestó él—, me recuerdas a mi madre. Y no me escapo de casa; voy por donde quiero, ya no soy un crío. De hecho, mañana hago mis votos en el templo —añadió, frotándose la cabeza, afeitada para la ceremonia de ingreso en la Orden de Kalyrs.

—¿Es mañana? Se me había olvidado. ¿Estás nervioso?

El muchacho se encogió de hombros y con una mueca quiso hacerse el despreocupado, sin convencer a la herborista.

—Nadie te reprocharía que lo estés, Wini… Es un día muy importante.

Se quedaron los dos un rato en silencio. Luego, ella hizo un gesto en dirección a la puerta.

—Tengo que dar de comer a Nevis y preparar algunas fórmulas…

Él sonrió, con una ansiedad repentina.

—¿Puedo entrar? ¡No te molestaré!

La mujer dudó, pero entendió que el joven buscaba la forma de ocupar de algún modo esas horas previas a los votos, por lo que le dirigió una mirada cálida y dejó la puerta abierta tras de sí.

La luz del atardecer todavía invadía la estancia y permitía admirar los numerosísimos frascos, bolsas y sacos que nutrían los altos estantes. Sobre una mesa situada en el centro se apilaban más frascos, cuencos, vasos, morteros, cuchillos, resmas de papel, algunos libros y un enorme gato de pelo blanco que les contemplaba con atención indolente, recién despertado de una aburrida siesta.

Su propietaria le saludó con alegría.

—¡Hola, Nevis! ¿Qué tal tu día? ¿Me has echado de menos? ¿Tienes hambre?

El joven, cerrando la puerta, rio burlón.

—Cualquiera diría que esperas que ese gato te conteste.

—¡No le llames gato! —frunció ella el ceño con un mohín de niña, tomando al felino en brazos—. Él cree que es una persona, como tú y como yo.

Él resopló, torciendo el gesto.

—¡Qué raras sois las chicas! ¡Cómo os gusta tratar a los animales como si fueran niños!

—Bueno, si lo piensas bien, Nevis es mi niño, ¿verdad, Nevisito?

El muchacho resopló una vez más. A menudo las mujeres eran emotivas y cariñosas con los animales de una forma absurda y empalagosa. También con los niños se mostraban invadidas de un comportamiento más infantil que ellos mismos. ¿Por qué hacían eso? Pero en el caso de Calideya, se lo perdonaba. De hecho, ¿qué no le perdonaría a la mujer más bonita que podía existir?

Calideya puso en el suelo un cuenco con trozos de pan desmigados en agua y se lo ofreció a Nevis, quien mostró su rechazo más absoluto y le dio la espalda.

—Lo siento, chico; no hay leche por la tarde, ya lo sabes. Solo por la mañana. Tendrás que conformarte.

—¿Sabes que esto parece la casa de una hechicera? —preguntó a sus espaldas el joven.

—¿Esto? —se sorprendió ella—. ¿Mi casa? ¿Qué tendrá que ver mi casa con la de una hechicera?

Él se encogió de hombros.

—Tantos frascos conteniendo a saber qué ingredientes… Los libros… El gato…

—¿Nevis? ¿Parece él el gato de una hechicera?

Calideya ahora pareció ofendida, así que él decidió cambiar de tema.

—¿Por qué lo llamas así? Nevis…

—Porque es grande y blanco como el monte Nevis —dijo la mujer, mirando con adoración a su mascota. Y luego añadió, seria—: Nada tiene que ver con un gato de hechicero, salvo que también a un hechicero le sirva para mantener alejados a los ratones de sus libros y apuntes.

El joven bajó la mirada. Su observación sobre la casa había sido un desliz. Una estupidez que aumentaba la distancia entre él y Calideya. Apretó los puños hasta sentir las uñas, maldiciendo esa boca suya que tan a menudo le traicionaba. Se prometió que, en el futuro, pensaría las cosas dos veces antes de expresarse en voz alta.

La mujer consultó una nota manuscrita que traía en el bolsillo del vestido, trasteó entre los frasquitos de la estantería y seleccionó algunos. Los encargos recibidos en el mercado, dedujo él.

—Ya nunca te vemos por casa.

Calideya no le miró, absorta como estaba en sus tareas, pero dijo:

—Que yo recuerde, nunca he estado en vuestra casa.

—¡Sí que has estado! ¡Cuando mi madre tuvo unas fiebres terribles durante más de una semana!

Ella pareció recordar.

—Es verdad… Pero fueron solo dos veces. Y no pasé de la cocina. No puedo decir que haya estado en tu casa, si somos estrictos.

—¡Pero yo te vi! Estaba en la escalera, cerca de la puerta de la cocina, y te vi desde allí.

—Pues tienes buena memoria, porque de eso hace ya unos años…

—¡Cuatro años! Yo tenía doce, y Dalus, catorce.

La herborista interrumpió la consulta de sus notas y lo observó.

—¿También tu hermano estaba allí? ¿Contigo, al pie de la escalera?

Él asintió con energía y los ojos muy abiertos.

—¿Y qué hacíais allí?

—Te mirábamos.

—¿Me mirabais? —se rio ella, con esa risa que podía derretir a cualquier hombre.

—Sí. Y luego discutimos.

—¿Por qué?

—Porque ambos decíamos que un día nos casaríamos contigo.

Ella estalló en una sonora carcajada. Pero el muchacho se mostró ofendido.

—¡No te rías! Fue una discusión que acabó en pelea. Él me decía que no ibas a querer estar con un niño, que le preferirías a él, porque además él iba a heredar el título familiar, mientras que yo tenía que ingresar en la Orden. Y los monjes no pueden casarse.

—Y fue entonces cuando le pegaste.

—¡Sí! ¡Le dejé un ojo morado y le rompí un diente! Bueno, yo también recibí muchos golpes… ¡Pero le demostré que no era ningún niño!

—Ya veo —sonrió Calideya, volviendo a sus preparaciones—. Y tú habrás comprobado que, pasados estos años, no me he casado con tu hermano.

—Porque a ti no te interesa su título, ni las propiedades de la familia —añadió él.

La mujer hizo una graciosa mueca de asentimiento.

—¡Lo sabía! —se entusiasmó el joven, y se acercó a la mesa de trabajo—. Sabía que tú no eres así. Tú no eres de las que venden su amor por dinero.

—Pues no, no soy de esas. No me interesa un hombre que pretenda ganarme para él a cambio de fortuna y una buena posición. Así que bien por ti: acertaste en tu suposición. —Volvió a atender a sus notas y vertió parte del contenido de un frasco en el mortero.

—Si yo hubiese sido el primogénito, hubiera renunciado a toda mi herencia para estar contigo —dijo el joven, salvando la esquina de la mesa y situándose cerca de ella.

—¿Para estar conmigo? —ella le miró extrañada y algo incomodada por la proximidad del muchacho.

—Incluso ahora estoy dispuesto a dejarlo todo, a dejar Yende, a mi familia, irme a… ¡a Suralia, incluso…!, si tú te vienes conmigo.

Calideya tragó saliva, tensa. Las manos del joven habían agarrado las suyas, y en aquellos ojos adolescentes adivinó la mezcla de sentimientos que bullían en una fórmula inestable: excitación, deseo, inocencia, idealismo, temor, valor, ruego, apremio…

Bajó los ojos, en la confianza de que evitar el cruce de miradas enfriaría aquel arrebato.

—Escucha, Wini… —dijo, con suavidad—. Me siento halagada por lo que dices que sientes por mí… y porque sé que lo dices de corazón… eso de renunciar a todo… Pero yo… yo no siento lo mismo por ti…

—¡Ya lo harás! —prometió el joven—. Cuando veas cómo te quiero, seguro que me querrás con la misma fuerza. El amor es caprichoso, así lo describen los poetas y así lo cantan los juglares. Y dicen que los corazones que aman de verdad están destinados a encontrarse.

—Wini, escucha…

—¡Y yo te amo desde que te vi aquel día en casa! Te quiero tanto que es como un dolor en el pecho, ¡por todo el cuerpo! Ven conmigo y te lo demostraré. Y tú también lo sentirás.

Sin que Calideya pudiese evitarlo, el joven juntó sus labios con los de ella. Reaccionó al instante y con violencia. Apartó al muchacho con una fuerza que ignoraba y lo lanzó atrás contra la estantería.

—¿Estás loco, chico? —rugió, mientras con el dorso de la mano intentaba quitar de sus labios la humedad fría que le habían supuesto los de él.

—Calideya, no te das cuenta… ¡Te quiero!

—¡Nunca en tu vida vuelvas a hacer eso, Alwinus Wéyslidur! ¡Ni a mí ni a ninguna mujer! —Su rostro había enrojecido de furia y los ojos le brillaban, encendidos con un fuego que nadie hubiera imaginado en la siempre dulce y hermosa herborista.

—¡Mañana ingreso en la Orden! —aulló él—. ¡Es mi última oportunidad de estar con una mujer…! ¡Contigo! —corrigió—. ¡Después me estará prohibido!

—¿Y qué esperabas de mí? —siguió furiosa ella—. ¿Te crees que porque seas un Wéyslidur y me hables de amor voy a acostarme contigo?

—¿Por qué no? —clamó el muchacho—. ¿Tan malo sería? ¿Tanto te disgustaría? ¡Estamos solos, nadie se enteraría! ¡Y me harías el regalo más precioso que nadie pueda imaginar! ¡Ni siquiera tú puedes saber lo que representaría para mí! Una noche especial, Calideya… Una noche que recordaría y atesoraría durante toda mi vida… —Intentó acercarse de nuevo, apenas un paso—. Un recuerdo que alimentaría mi alma todos los días de mi futura vida dedicada a Kalyrs.

La mujer ahora no decía nada, pero sus ojos de fuego seguían clavados en él y su respiración sonaba como la de una bestia a punto de saltar.

—Calideya… —Alwinus alzó las manos hacia la mujer, en lo que creía que sería un abrazo conciliador.

—Sal de mi casa, Wini —susurró ella. Y era un gruñido de fiera, más que palabras proferidas por un ser humano.

El joven quiso decir algo, pero sus labios no fueron capaces de emitir sonido alguno. Bajó las manos, inspiró con suavidad y retrocedió muy despacio hasta la puerta. Sin dejar de mirar nunca a la mujer convertida en fiera, halló el pomo, abrió y se deslizó al exterior.

La puerta se cerró con un chasquido apenas audible. Calideya mantuvo sus ojos de fuego fijos en aquellas maderas durante un buen rato, mientras su respiración se normalizaba y su mano devolvía un cuchillo a la maciza mesa de trabajo.

«Altísimo Kalyrs», dijo para sí, «ahí va otro de tus siervos que no ha sido apartado de tu senda, pese a la tentación que ejerce siempre en ellos este ser tan malvado llamado mujer. Espero que le reserves un lugar especial en la vida, porque a punto he estado de arrebatártelo».

 

 

—Hermano Alwinus. —La voz del hábito azul era aguda, pero de algún modo imponía autoridad, tal vez por el ritmo parsimonioso que imprimía a las palabras—. Hace unas semanas se cumplió un año de tu ingreso en la Orden.

El joven inclinó la cabeza por toda respuesta. A un miembro del Consejo Monástico nunca se le contestaba si no lo requería él de forma expresa. Más aún si, como ahora, se encontraban en un acto oficial de la hermandad, el de Confirmación de los Votos, reuniendo en el templo de Yende a una veintena de los religiosos más jóvenes, venidos de toda Naditris y otras cinco provincias.

—Has demostrado tu dedicación y disciplina de forma tan intachable y satisfactoria como el resto de los hermanos que hoy nos acompañan.

Alwinus se tensó como la cuerda de un ladabur.

«¿Es esto el preludio de una reprimenda por algo que ignoro? ¿Y va a hacerla aquí, frente a todos?»

—Y, además —añadió la voz chillona—, se da en ti una infrecuente conjunción de templanza, rectitud, inteligencia, discernimiento y sagacidad. Como digo, son valores que raramente podemos encontrar reunidos en una misma persona. Esta singularidad, observada por tus preceptores, ha llegado al Consejo, cuyo pleno ha determinado incorporarte al Sagrado Tribunal de Naditris.

Los murmullos se dispararon en el interior del Templo. Nunca, en la historia casi tricentenaria de la Orden, se había promocionado a un miembro tan joven al órgano máximo de justicia de una provincia. Su autoridad jerárquica prevalecía sobre los consejos municipales, formados por los más altos representantes de la sociedad civil. ¿En verdad era tan brillante aquel monje? ¿O acaso su familia quería paliar su deteriorada influencia aristocrática comprando al Monasterio de Neroga un puesto tan influyente? La gran mayoría de los monjes eran hijos de las Grandes Familias, por lo que podían anticipar la encendida reacción que despertaría en ellas este nombramiento tan singular.

—Confiamos que recibirás este reconocimiento con la misma humildad, dedicación y equilibrio que has mostrado este primer año. Al mismo tiempo, confiamos en que tu juventud no supondrá impedimento alguno para ejercer la severidad exigida por nuestro juez y señor, el Alto Kalyrs. Habrás de ser su voz en todos aquellos casos en que su sagrada palabra o las leyes por Él inspiradas sean puestas en cuestión. Dime, hermano, ¿serás digno?

—Lo seré, padre —contestó Alwinus, sorprendiéndose de la seguridad con que sonó su voz.

—Y Kalyrs te condene al Abismo eterno si no lo eres. —El hábito azul se volvió hacia la concurrencia—. ¡Valor, Fuerza y Fe!

—¡Valor, Fuerza y Fe! —corearon todos.

 

 

En aquellos cuatro días encerrada, los grilletes habían abierto heridas profundas en sus muñecas, le dolía el cuerpo por dormir sobre la piedra desnuda y el frío se había adueñado de sus huesos. Ya no le quedaban lágrimas. O eso había creído, hasta que el monje entró en el calabozo y sus ojos se cruzaron después de tanto tiempo:

—¡Wini! ¡Kalyrs sea loado!

—Hola, Calideya —dijo él, quedándose junto a la puerta, que cerró con suavidad—. Te preguntaría cómo estás, pero creo que la pregunta no sería oportuna.

—¡Se han vuelto todos locos, Wini! —sollozó ella—. ¡Me acusan de asesinato! ¡A mí!

—Estoy al corriente, Calideya. Recuerda quién soy ahora.

—¡Lo sé! ¡Sé quién eres! ¡Por eso tienes que sacarme de aquí! ¡Solo tú puedes conseguirlo! ¡Si no, me van a ahorcar!

Él guardó silencio, inmóvil junto a la puerta.

La herborista contempló al monje. Estaba pálido, delgado, la piel hundida y marcada en pómulos y en cuello. El culto a Kalyrs parecía absorberle la sangre y la vida. Habían pasado tres años desde que lo expulsó de su casa, tras aquel arrebato del joven. Desde entonces, había sabido de él por chascarrillos de compañeros y clientes del mercado. Solo en un par de ocasiones había llegado a verle con motivo de algún proceso público en la plaza principal de la ciudad, pero siempre de lejos, desde la multitud. Estaba cambiado, gastado, seco como el romero y el tomillo meses después de arrancados de un prado. ¿Quedaba algo de aquel muchacho tan lleno de vida que conoció, que expresaba sus ideas tal cual le venían a la mente?

—¿Me ayudarás? —rogó ella.

—Vengo a escuchar de tus propios labios lo que ha ocurrido con esa mujer, la criada de Tílderal Gemarsán, maestro del gremio de joyeros de Yende. Cuéntamelo todo y veré qué se puede hacer.

Calideya tragó saliva, pensando por dónde empezar.

—Glamis vino a verme porque…

—Glamis es la criada en cuestión, ¿correcto? —la interrumpió Alwinus, consultando un papel que traía consigo.

—Sí, ella es… esperaba su sangrado del mes, pero ya habían pasado varias semanas y no parecía que…

—¿Calificarías a la tal Glamis como una mujer de… mmm… afectos fáciles e indiscriminados?

Calideya abrió los ojos como platos ante aquella pregunta.

—¡Por lo más sagrado, Wini! ¡Solo tiene trece años!

—No es lo que te he preguntado, Calideya. Contéstame, ¿es una mujer dada a amancebarse?

—¡Él la forzó!

—¿Él? ¿A quién te refieres?

—¡Al chico del joyero! ¡Aldhobal Tílderal!

—¿De veras? Es una acusación muy seria. Y no tenemos constancia de tal suceso. Ella no ha dicho una palabra al respecto.

—¡Porque está muerta de miedo, Wini! Si denuncia la violación, la harán callar. La harán desaparecer. No es más que una chiquilla, y la familia Gemarsán-Tílderal es muy poderosa e influyente, lo sabes bien. Hasta el propio Superior de Neroga tiene amistad con Tílderal. ¿Quién se atrevería a denunciarles? ¡Y menos una sirvienta!

—De acuerdo. Volvamos al asunto. Según dices, el primogénito de Tílderal, Aldhobal, tuvo relaciones con la sirvienta.

—¡La violó, maldita sea! —rugió ella—. ¡Ese cabrón violó a la chiquilla!

—Calideya, por favor, no tenemos todo el día. Ve al grano. ¿Cuál fue tu participación en este asunto?

—¡Te lo he dicho! ¡Glamis vino a verme porque no le venía el sangrado mensual…!

—Y acudió a ti para que la ayudaras a abortar…

Calideya enmudeció de golpe. Se dio cuenta de que no estaba hablando con su amigo de años atrás, sino con un monje de la Orden de Kalyrs. Y no con cualquiera. Era un miembro del Sagrado Tribunal de Naditris. Si confesaba que le había administrado aquel preparado a Glamis, nadie le evitaría la horca. Interrumpir un embarazo era uno de los peores delitos, porque suponía matar a un hijo de Kalyrs.

—No… no… —Tragó saliva de nuevo—. Me preguntó si disponía de algún remedio para recuperar la regularidad del sangrado…

—¿Recuperar la regularidad? —Alwinus alzó una ceja—. Es curioso. Según tengo entendido, cualquier muchacha considera que el sangrado genital es un engorro. Algo enojoso, incómodo, sucio, y odiosamente repetitivo… Tanto es así, que estoy convencido de que librarse de él sería un alivio para cualquier chica.

—¡Qué sabrás tú de eso! —tronó la herborista—. ¡Y menos aún si no sufrirlo es porque un cabrón te…! —calló de nuevo, mordiéndose la lengua.

—Te ha dejado embarazada, ibas a decir.

El rostro de Calideya se arrugó por la angustia.

—Wini, por favor, tienes que ayudarme. Tienes que sacarme de aquí. Me iré de la ciudad, desapareceré y nadie sabrá nunca más de mí. Me embarcaré en Ishtorgard y partiré al Continente Occidental. A Suralia, como tú sugeriste una vez, ¿recuerdas? Pero tienes que ayudarme.

El monje la miró en silencio. Un silencio que solo parecía serle incómodo a ella.

—¿No vas a hacer nada, Wini? ¿Tan inflexible te has vuelto? ¿O te estás vengando por aquella noche?

—No sé a qué noche te refieres, Calideya.

—¡Claro que lo sabes! ¡Lo sabes perfectamente! ¡Entonces fuiste tú el que hablaba de huir y alejarse de todo!

Tal vez él asintió. Pero si lo hizo, fue apenas perceptible.

—Ahora soy yo la que te lo pide. Y si necesitas un argumento para mover los hilos que hagan falta, considera que le he ahorrado a esa familia una complicación. No tienen una sirvienta embarazada, no habrá ningún hijo bastardo, nadie sabrá lo sucedido, salvo tú y el Tribunal…

—Lo sucedido es ya la comidilla de toda Yende, Calideya. La muchacha comentó a otras criadas cómo la ayudaste, tal vez por si, llegado el caso, podían encontrarse también ellas en una situación similar. Y lo que podía haber sido un secreto dejó de serlo. El asunto circuló de casa en casa.

Ahora fue ella la que se quedó en silencio al darse cuenta de que aquella entrevista era una pantomima.

—Vienes después de haber hablado con el joyero, ¿verdad, Alwinus?

No hubo respuesta.

—El propio Tílderal Gemarsán ha hablado con el Sagrado Tribunal —siguió susurrando ella—, quizás con el propio Consejo Monástico, y ha hecho valer su influencia. Solo la Orden sabe lo que habrá pagado. Una fortuna, está claro. En cualquier caso, la sentencia ya está decidida, ¿me equivoco? Voy a ser conducida al patíbulo y mi cuello se romperá bajo el peso de mi cuerpo.

—No se te acusa de asesinato, Calideya. Los cargos son de brujería.

—¿Cómo?

—Estos años, elaborando misteriosos y milagrosos remedios para todo tipo de males, tienen parte de culpa. Te contaré algo para tu estricta información. En efecto, vengo aquí después de verme con otra persona. Pero no con Tílderal Gemarsán, sino con un hábito Azul, un miembro del Consejo. Lo que has hecho, lo que ha ocurrido, preocupa al Monasterio. Porque si cualquier mujer, especialmente una de clase humilde como esa Glamis, obra a su entero albedrío, sea de forma clandestina o con la aceptación expresa de la ciudadanía, otras mujeres seguirán su estela y la sociedad entera sufrirá un desorden devastador. El orden establecido no puede permitir algo así. La mujer, ya considerada un ser de naturaleza perversa y tentadora, no puede además gozar de una libertad como la que has llegado a dibujar, dado que entonces tendría un gran poder sobre el hombre.

—Pero… brujería… eso supone que me…

—Sí. Te quemarán en la hoguera. Una muerte lenta y horrible.

—Pero… ¿por qué? ¿Qué necesidad hay?

—Si se te acusase solo de asesinato, otros podrían tomar tu relevo, seguir tu ejemplo, sirviéndose de tus libros, apuntes y explicaciones. Si, en cambio, tus acciones se consideran sobrenaturales, vinculadas a fuerzas demoníacas, nadie querrá condenar su alma imitándote. Además, la sola mención de la palabra brujería despierta miedo, por lo que esperamos que también quemarán tus posesiones. Para limpiar la ciudad. Para borrar todo rastro de ti. Tu casa, tus estantes, tus libros… tu gato…

Calideya pudo comprobar que le seguían quedando lágrimas. Y eran las más amargas que recordaba haber vertido.

—No puedo entender… por qué… haces esto, Alwinus.

—Porque soy parte de ese orden establecido del que te he hablado. Y el voto del Tribunal ha de ser unánime.

—Entonces no ibas a poder ayudarme de ninguna forma…

—No…

—¿Para qué has venido, entonces?

Él suspiró muy débilmente.

—Si estaban todos equivocados, si tu relato era diferente y yo podía…

—Mi relato puede ser diferente, Wini. Puede ser el que tú quieras. El que decidas que es mejor para mí… —Lo miró con una triste sonrisa—. Para los dos, si quieres…

Alwinus apretó los labios.

—El voto ha de ser unánime. No tengo otra opción.

—Siempre hay opción…

—En mi caso quizás la hubo… Aquella noche…

Calideya sacudió la cabeza.

—Así que la recuerdas…

Alwinus bajó la mirada, y la mujer creyó ver una lágrima en sus ojos, en la oscuridad de la celda.

—Claro que la recuerdo. Siempre lo haré.

—Pues si la vas a recordar siempre, Alwinus Wéyslidur —dijo ella, con una voz serena, desprovista de todo rastro de emoción—, procura recordarla bien. Recuerda que no se trató de amor, ni tampoco de afecto o cariño. Fue un arrebato pasional, puro deseo, el hambre más elemental que puedan albergar tus entrañas y las de todos los hombres. Procura tenerlo claro, si vas a recordarlo toda la vida.

Alwinus abrió la puerta de la celda.

—Adiós Calideya. Que Kalyrs te reciba con clemencia.